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Salimos, entre parpa­deos, a un prado soleado
dichosos de estar vivos, de la gloria de ser jóvenes.
Pero, antes de darnos cuenta, nos hallamos en una frenética carrera
que asciende las verdes laderas de la oportunidad.

En la madurez, la gente comienza a caer
a medida que tu línea de vanguardia avanza
por el campo, como si hubiera francotiradores
apostados tras los distantes árboles.

Después, las balas parecen aumentar su frecuencia
y la vida se torna, de pronto,
un avance inexorable de la infantería
a través de una tierra de nadie.

La metralla estalla junto a tu cabeza
y tus amigos, tus compañeros de batalla
van derrumbándose junto a ti, entre alaridos.

Algunos solo están heridos –con infartos no letales o articulaciones rotas–,
otros caen muertos a tus pies,
entre ellos personas que quieres de verdad,
personas que fueron tus testigos,
la prueba de tu existencia.

Pero sabes que tu única opción es seguir avanzando,
no hay vuelta atrás.
Ahora aparecen nubes de gas mostaza que te cubren de enfermedades pertinaces, extrañas.
Después, cuando hasta el tiempo que te queda para avanzar se acelera,
tienes que correr, cada vez más deprisa
y el ametrallador del bosque
tiene una reserva inagotable de munición, mientras tu arma es…

Con un poco de suerte, tu arma será el amor.
Pero sabes que, incluso si consiguieras llegar al otro lado,
no existe un “otro lado”,
ahí solo hay más balas
y un frío agujero en la tierra, esperando.

Redacción QUO