El 15 de agosto de 1984, la Tierra celebró un festival macabro. Un evento telúrico en el que se dedicó a descorchar efervescencia letal durante varias horas. Suficiente para matar a 37 personas instantáneamente y llevarse por delante miles de cabezas de ganado. Pero parece que eso no fue bastante; el 21 de agosto de 1986 lo hizo otra vez. Y en esta ocasión acabó con 1.700 vidas humanas y 3.500 animales de modo imprevisible. ¿Dónde sucedió esto? Y, más importante aún, ¿qué ocurrió exactamente?
Todo comenzó hace 37 años en el Lago Nyos, Camerún. Este espejo de agua está ubicado a 50 kilómetros de la frontera con Nigeria. Una mañana de 1984, del lago salió una nube blanca que se extendió unos 30 kilómetros a la redonda. Y mató todo lo que se encontraba en su camino. Dos años después sucedió lo mismo, esta vez en el Lago Monoun, que también está en Camerún, en agosto y después de un deslizamiento de tierras en las orillas del lago.
Para encontrar explicación a este fenómeno acudieron expertos de todo el mundo. El relato de los supervivientes señalaba que la nube olía a pólvora y huevos podridos. Los científicos sospecharon primero del azufre como causante de la explosión, pero la respuesta se le iba a hacer más esquiva; tanto que los investigadores aún no se ponen de acuerdo. Esto es lo que se sabe hasta ahora de lo que ocurrió en Camerún.
William Evans es investigador del Servicio Geológico de Estados Unidos (USGS), y desde California nos cuenta qué sucedió, ya que él investigó en Nyos y Monoun poco después del desastre. Lo primero que hicieron fue descartar el azufre como culpable. “Cuando empezamos a investigar”, asegura Evans “encontramos relatos de pilotos de la Segunda Guerra Mundial que referían alucinaciones olfativas similares cuando eran sometidos a altas concentraciones de CO2. Habíamos encontrado algo.”
Debido a que en esta región de Camerún no hay otra fuente de CO2, los científicos centraron sus miradas directamente en el manto terrestre.
Desde allí, a unos 40 o 50 kilómetros de profundidad ascendían enormes cantidades de CO2 hasta llegar al lago. “Cuando analizamos el agua, pocos días después del evento”, confirma Evans, “tenía entre un 90 y un 99% de CO2”. Este llega a los lagos cercanos a zonas volcánicamente activas y se acumula lentamente hasta alcanzar cantidades peligrosas.
“El gas llega al lago, pero no forma burbujas, pues el peso del agua es tal que lo disuelve”, asegura Haraldur Sigurdsson, geólogo y vulcanólogo islandés que fue uno de los primeros expertos que visitó Nyos. “Por eso no lo vemos. Pero si se libera la presión de repente, el gas brota de manera explosiva.”
Sucede algo parecido a cuando tienes una botella de cava: las burbujas no las ves hasta que agitas la botella. Y si liberas la presión de la botella, todo explota. Eso sucedió en Nyos y Monoun: se liberó la presión.
¿Que hace falta para que esto ocurra? Los expertos aún no se ponen de acuerdo: movimientos tectónicos, saturación de los niveles de CO2… Otro dato que llamó la atención de los investigadores fue que ambos eventos tuvieron lugar en agosto, época de lluvias en Camerún. Para Evans, sin embargo, está muy claro: “La causa son los deslizamientos de tierra. En ambos lagos se detectaron corrimientos en sus márgenes. Esa es mi apuesta”.
Una vez que se libera la presión, el desastre es inminente. La única opción es huir a las alturas: el CO2 es más denso que el aire, por lo que no asciende mucho.
Soluciones por un tubo
La nube blanca tiene altas concentraciones tóxicas de dióxido de carbono. Un mero 10 por ciento presente en la atmósfera ya resulta letal para el ser humano; en Nyos los expertos han llegado a medir niveles de hasta el 30% de CO2 poco después de la explosión. Una vez que se libera la presión, el lago recupera una tensa calma. Y la atmósfera, al cabo de varios días, vuelve a ser respirable.
Tras el desastre hubo dos acciones inmediatas: solución y análisis. Primero se buscó un modo de resolver el problema. La respuesta fue colocar tuberías de un plástico con una densidad similar a la del agua y llevarlas casi hasta el fondo del lago, a unos 200 metros de profundidad. Por ellas se liberaría el CO2. Un equipo francés realizó la tarea hace 10 años, y desde entonces los niveles de dióxido de carbono no han vuelto a aumentar.
El análisis, en cambio, comenzó en la misma fecha… pero aún no se ha completado. El primer paso fue buscar en otros lagos del mundo situaciones similares: actividad volcánica y, sobre todo, clima tropical. Este último dato resultó de suma importancia. La temperatura de los dos lagos es de unos 22 grados en la superficie y 23 grados a unos 100 metros de profundidad. Según Evans: “Esto impide que se lleve a cabo la convección, y así, la temperatura permanece estable y son más probables los estallidos”. ¿Por qué ocurre esto?
En la convección, el agua caliente del fondo asciende y reemplaza al agua fría, que se hunde a su vez. Cuando esta se calienta, toma el sitio de la que se enfrió en la superficie. Es un círculo constante que, de haberse dado en Camerún, habría impedido que el CO2 se acumulase.
Una explotación millonaria
“Por ello”, concluye Evans, “es muy poco probable que suceda algo así en España. Se han analizado lagos en Canarias, pero debido a la altura y a las diferencias de temperatura entre las estaciones del año, no representan una amenaza. La convección cumple su propósito.”
Otras zonas analizadas y potencialmente peligrosas resultaron ser Madagascar, Indonesia y Ruanda. Y en esta última región es donde está el problema del futuro. Allí se encuentra el lago Kivu, donde los expertos han medido concentraciones de CO2 cercanas al 80%.
Por si fuera poco, dos factores acentúan aún más el peligro: primero, que en sus orillas viven miles de personas; y en segundo lugar, que el restante 20% de las concentraciones halladas por investigadores corresponden a metano.
“Un trabajo realizado sobre el lago Kivu”, señala Evans, “demuestra que tiene tal cantidad de metano que podría alimentar durante un mes las necesidades de energía de todo Estados Unidos. Si se explotara esta acumulación, podría tener un valor de miles de millones de euros”.
Allí hay una mina de oro, pero el socavón podría tragarse a millones de personas si se explota (nunca mejor dicho) de modo inadecuado. O llevarse por delante la economía de un país, Ruanda, que tiene mucho que perder. La duda, al igual que la nube, está en el aire.