Se acerca el verano. Comienzan las jornadas reducidas, los días de playa, los viajes y no poder dormir bien por el calor. Todas estas emociones interfieren con nuestras rutinas de salud, incluido qué comemos.
Nos hemos pasado el invierno resguardados del frío y la lluvia mientras cocinábamos platos de cuchara. Ahora que hace calor nos desperezamos corriendo y saltando por la playa y ni nos apetece parar a comer ni podemos llevar un horario fijo. Pero, ¿es solo una cuestión de rutinas o hay una razón científica por la que comemos menos? Tal vez ambas.
Las investigaciones realizadas en los años 90 apuntan a un concepto llamado «termorregulación» o regulación del calor corporal, para explicar la fluctuación del apetito. Con la energía que proporcionan los alimentos, podemos generar calor para ayudar a regular la temperatura de nuestro cuerpo. Cuanto más calor haga fuera, menos energía tendremos que invertir en generarlo nosotros mismos, por eso recurrimos a menos alimentos. Tiene sentido, ¿verdad?
Pues eso solo cuenta la mitad de la historia. Hay muchos otros factores externos que pueden afectar al apetito. Pueden apetecernos comidas más ligeras e hidratantes porque tienen un sabor refrescante, pero no porque lo sean. Un helado nos aporta muchísima energía y nos suele apetecer. O bien, es posible que por falta de tiempo optemos por comidas más pequeñas.
En cualquier caso, es muy importante escuchar las señales naturales de hambre de nuestro cuerpo y asegurarnos de estar obteniendo suficientes macronutrientes para satisfacer nuestras necesidades. Recordar hidratarse también es clave para mantener la temperatura corporal controlada y reponer los líquidos que se pierden con el sudor. Tenemos que estar sanos y a tope de energía para hacer todos los planes veraniegos.
Esther Sánchez