Casi la mitad de los casos de paludismo registrados en Grecia el verano pasado se debieron a contagios entre sus ciudadanos. El país se ha convertido en la potencial puerta para una inminente revolución de los microorganismos en Europa. El mal aire llegó a tierras helénicas en 2011. Sin que nadie lo notara, su amenaza se acomodó en el delta del Eurotas, para madurar el primer gran brote de malaria autóctona desde que la enfermedad se erradicara allí hace casi 40 años. Más de sesenta personas se infectaron con el parásito Plasmodium vivax, uno de los cuatro tipos de protozoos causantes de las fiebres, escalofríos, cefaleas y dolores musculares que anuncian el contagio.

Lo habitual en Europa es traerse la enfermedad desde una región endémica. El 98% de los casos griegos de 2005 a 2009 fueron importados, pero en un brote de ese año, seis de los ocho contagiados no habían salido del país. En 2011, casi la mitad de los 63 casos de paludismo eran “nacionales”, y la tendencia se ha mantenido. Ya sea a causa de una reacción tardía para evitar la propagación, a un control inadecuado de los mosquitos o a unos recortes demasiado profundos, Grecia ha abierto la frontera del continente a la malaria, pero no es la única candidata.

Desarrollo y cambio climático

El virus del Nilo Occidental viaja largas distancias hospedado en las aves. Cuando un mosquito pica a un pájaro infectado, el virus entra en el mosquito y llega a nosotros a través de él. En el este de Europa, Italia y Grecia incluidas, se han registrado numerosos episodios de contagio, alguno mortal, en los últimos años. En España solo se conocen tres casos, pero toda la cuenca mediterránea reúne las condiciones necesarias para su difusión. No hay tratamiento específico ni vacuna.

Bajar la guardia puede acarrear graves consecuencias. En EEUU, el virus entró en 1999 y no ha dejado de extenderse. Ahora la enfermedad que produce es endémica y preocupante: las infecciones alcanzaron sus cotas más altas el pasado verano, con más de 3.000 casos y alrededor de 150 muertes.

En España solo se conocen tres casos de virus del Nilo, aunque tenemos las condiciones para su transmisión

Se dice que determinados vectores (vehículos) de enfermedades tropicales no sobreviven al invierno por encima del paralelo 40º, que corta España por Madrid. Pero esas cosas cambian. “Conforme se va templando el norte de España y de Europa, hay vectores que incrementan su número más fácilmente. Y no solo eso: el patógeno se multiplica mejor dentro del vector, lo cual es una sinergia potencial”, explica el director del Centro de Vigilancia Sanitaria Veterinaria (Visavet), Lucas Domínguez.

Pero no se puede culpar solo al clima. La revista Nature publicó en 2008 un análisis de 335 sucesos que causaron sendos brotes de enfermedades infecciosas de 1940 a 2004. En él se consideraban determinantes los cambios antropogénicos y demográficos, como la densidad de población, la expansión a territorios no habitados y el contacto con nuevas especies animales. “Cualquier cambio (climático, geográfico, hídrico…) puede ser peligroso. Se crean condiciones ecológicas distintas que pueden facilitar la multiplicación y diseminación de un determinado agente”, resume el director.
En Irlanda y Reino Unido lo están experimentando con el tejón, un animal que protegen desde que fue declarado en peligro de extinción.

Los animales: un riesgo contenido
Ahora son tantos que nadie pone en duda su supervivencia, pero su inocencia está en entredicho: la tuberculosis bovina, prácticamente erradicada en las islas, vuelve a amenazar a las personas. La micobacteria Mycobacterium bovis esperaba su oportunidad oculta en los animales silvestres. Como los tejones son un eslabón entre ellos y los domésticos, “las posibilidades de que la enfermedad se transmita a los humanos se han multiplicado de manera importante”, relata Domínguez.

La Sociedad Internacional de Enfermedades Infecciosas emite hasta diez alertas cada día

Sabe de lo que habla: su centro cuenta con un laboratorio de referencia a nivel europeo en tuberculosis bovina. Cerca de la Moncloa, en la Universidad Complutense de Madrid, el personal de Visavet se las ve con este tipo de patógenos, entre otros. Los microorganismos entran en sus instalaciones sin posibilidad de salir.

Esta burbuja forma parte de una importante red de vigilancia cuya actividad es decisiva: las zoonosis, enfermedades que pueden contagiarnos los animales, son las infecciones que más preocupan. Y suman dos tercios de las nuevas amenazas. “Normalmente, su agente infeccioso o parasitario sufre una transformación o una amplificación dentro del vector que las transmite”, explica Domínguez. De ahí el esfuerzo por ver dónde están esos agentes y evaluar los riesgos “potencialmente infinitos” que conllevan.

En busca y captura
La web de vigilancia sanitaria ProMED-mail, de la Sociedad Internacional de Enfermedades Infecciosas, anuncia cada día hasta una decena de alertas. Unas por enfermedades conocidas y otras por patógenos inesperados, ya que nunca hemos entrado en contacto con ellos, como el de Yosemite. O porque se topan con muy pocos desafortunados. El retrato genético del virus Bas-Congo, por ejemplo, no se publicó hasta este verano, tres años después de que un par de niños congoleños murieran a los dos días de ingresar en el hospital.

Una ameba que entró en el cuerpo de una joven por una herida le ha costado parte de una pierna y del abdomen

La muestra para identificarlo se obtuvo de un trabajador del hospital, el único superviviente. Los “cazadores de virus” no han vuelto a toparse con esta presa. Igualmente raro es que la bacteria Aeromonas hydrophila cause una fascitis necrosante como la que ha costado parte de una pierna y del abdomen a una joven estadounidense. Entró en su cuerpo por una herida y generó toxinas que le destrozaron los tejidos. A. hydrophila no suele causar la enfermedad, pero su prevalencia ha aumentado gracias a otras bacterias, y algunas de ellas se están haciendo fuertes en los hospitales. La fascitis necrosante ya afecta a uno de cada 100.000 habitantes.

Esperar lo inesperado
Una joven francesa (y ahorradora) usó durante tres años unas lentillas de un mes, conservadas en una solución diluida con agua del grifo. En tal ecosistema creció la ameba Acanthamoeba polyphaga, que le causó una queratitis. En su interior crecía un virus gigante desconocido, infectado por un virófago con fragmentos de ADN que se reproducían en el virus. Todo un puzle que tardaron en descifrar en la Universidad Aix-Marsella. Y es que apenas conocemos los microorganismos que nos rodean; por eso, la única opción es esperar lo inesperado.

Andrés Masa Negreira