Más difícil es percatarse del peligro cuando el visitante se presenta con las mejores credenciales, incluyendo algún título nobiliario. Carlos Estuardo, hijo del rey Jacobo I de Inglaterra, ha pasado a los libros de historia de España con el sobrenombre de “el príncipe gorrón”, debido a los siete meses que pasó viviendo por la cara en la corte de Felipe IV. El príncipe británico llegó a nuestro país en 1623 para casarse con la infanta María. Pero la fecha para los esponsales no terminaba de acordarse y, mientras tanto, el inglés se solazaba a costa de la corona española. Las crónicas cuentan que, siendo aficionado a la caza, dejó sin corzos el coto real; y encargó varios trajes a los mejores sastres de la villa y no pagó ninguno. Finalmente, el príncipe de Gales regresó a Inglaterra sin que la boda se celebrase nunca y dejando un reguero de acreedores en nuestro país.

La historia del poeta tragón
Conviene señalar que no todos los gorrones lo son por vocación. Los hay que llegan a tan lamentable situación empujados por la necesidad. El poeta francés La Fontaine vivió durante años en la miseria. Para sobrevivir acudía a los ágapes literarios que organizaban las damas más acomodadas de París. Allí comía y bebía hasta hartarse. Y si alguna de sus anfitrionas le recriminaba su actitud, él se ponía de rodillas ante ella y rompía a llorar contándole cuán desdichado era. Lo normal es que las damas se apiadaran de él y le permitieran ir a sus casas a comer diariamente. Pero el poeta acababa quedándose a vivir una temporada, hasta que se hartaban de él y le echaban a la calle. La Fontaine se convirtió en un pedigüeño tan patético y desvergonzado que acabaron por prohibirle el acceso a los salones donde se celebraban las veladas poéticas. Dicen que hasta los mendigos al verle pasar gritaban: “¡Esconded las escudillas, que ahí viene La Fontaine, el tragón!”. El poeta cayó tan bajo que, para comer tres veces al día, accedió a ser acogido bajo la protección de Madame de Sabliére, una aristócrata trastornada que le hacía participar en extraños juegos como si fuera una mascota. En una carta escrita a un pariente, la mujer decía: “Hoy estoy sola. Despedí a mis sirvientes y me he quedado solo con mis animalitos y mi pequeño La Fontaine”. Con todo, hay que reconocer que la mayoría de los “jetas” lo son por puro vicio. El escritor Josep Pla no sufrió acuciantes necesidades económicas, pero eso no le impidió pertenecer a la categoría de “los gorrones de bibliotecas”. Durante su estancia en Marsella, acudía cada día a la misma librería, tomaba el volumen que le interesaba y se ponía a leer. Cuando se cansaba lo volvía dejar en la estantería tras marcar la página en la que se había quedado, y regresaba al día siguiente a seguir con su lectura.

Redacción QUO