En 1854, Louis Pasteur era un casi desconocido profesor de Química en la Universidad de la ciudad de Lille al que los viticultores locales pidieron ayuda, puesto que estaban muy preocupados por la rapidez con que se estropeaban sus vinos. El futuro inventor de la vacuna de la rabia investigó a conciencia sobre el asunto y consiguió evitar que los caldos de Lille se estropearan.

Inventó un sistema, basado en el calentamiento del producto a bajas temperaturas (exactamente, a 55º) durante un corto espacio de tiempo (unos pocos minutos), que todavía se utiliza en la actualidad para numerosos productos de alimentación, como la leche o las conservas. Los humanos debemos al vino, pues, no sólo la pasteurización sino prácticamente el resto de métodos de conservación que surgieron por el perfeccionamiento de este sistema, que se basa en la eliminación de los microorganismos más nocivos.

Al poco, los cerveceros galos también recurrieron a él para obtener ese remedio mágico para fabricar bebidas que no se estropeaban. El éxito de Pasteur traspasó las fronteras: en 1870 viajó a la fábrica de cerveza Whitebread de Londres para transmitir ese conocimiento sobre la conservación de los alimentos que tantas alegrías ha dado a los consumidores de todo el mundo.

Redacción QUO