Parece el comienzo de un chiste malo: Se encuentran en un bar un oso polar y un terrorista suicida… Pero en realidad el tema va muy en serio, entre ambos congregan los peores temores de la sociedad en este momento: terrorismo y cambio climático. Así lo afirma un Tom Dietz, director del Programa de Prevención y Ciencias Ambientales de la universidad Estatal de Michigan en la convención anual de la American Association for the Advancement of Science (Asociación Americana por el Avance de la Ciencia, AAAS).
“En todas las sociedades hay un amplio espectro de problemas comunes – explica Dietz – con mucho contenido científico pero una gran dosis de incertidumbre. Debemos recurrir a la ciencia para tomar las decisiones correctas y debemos comprender los valores de las personas y cómo evalúan esos valores”.
¿Cómo puede explicar la ciencia la violencia y qué puede hacer para prevenirla? Responder esa pregunta es el objeto de investigaciones recientes. Jason Roach, por ejemplo, profesor de Criminología de la Universidad de Huddersfield, puntualiza que “el modo en el que los académicos y los políticos piensan acerca del terrorismo es increíblemente reduccionista y se limita a disciplinas como las ciencias políticas, la criminología o la psicología. Si pretendemos comprender el terrorismo y a los terroristas de un modo más profundo, debemos ampliar nuestras perspectivas y considerar más influencias de las que ahora mismo tenemos en cuenta”.
En su libro, Psicología evolutiva y terrorismo, Roach señala que “la mayoría de los terroristas son muy jóvenes. El cerebro de los adolescentes está conectado para no temerle a los riesgos o sus consecuencias. La testosterona, por ejemplo, estimula conductas peligrosas que resultarán atractivas para conquistar mujeres o conseguir formar parte de un grupo, generalmente formado por personas mayores. Por ello los terroristas suicidas son jóvenes que siguen las órdenes de mayores”.
La esperanza para estos jóvenes, podría ser muy escasa. Sheilagh Hodgins y Nigel Blackwood, del King´s College de Londres han estudiado, mediante resonancias magnéticas, el cerebro de personas violentas y han encontrado anormalidades en su forma de aprender del castigo: no pueden hacerlo. “Los criminales normales – explica Blackwood – son sensibles a las amenazas, los castigos y las privaciones. Los violentos, en cambio, muchos de ellos psicópatas, no responden a este tipo de tratamiento. Y esta diferencia se manifiesta neurológicamente desde jóvenes”. Las conclusiones del estudio, revelaron que hay menor cantidad de materia gris en zonas del córtex prefrontal y en la materia blanca en elgiro cingulado, un área implicada en la empatía y en el aprendizaje a partir de recompensas y castigos.
Así, vigilar a los líderes podría ser una respuesta preventiva, al menos para David Matsumoto, profesor de psicología de la Universidad de San Francisco. A lo largo de cinco años, Matsumoto estudió los discursos de los líderes de diferentes grupos ideológicos de los últimos 100 años. Su conclusión fue que “cuando los líderes expresan una combinación de ira, desprecio y repugnancia en sus discursos, este se convierte en una incitación a la violencia. Este tipo de contenido aumenta entre 3 y 6 meses antes de un acto terrorista en los grupos violentos y desciende en aquellos que llevan a cabo manifestaciones pacíficas. Analizar los discursos podría convertirse en una herramienta útil a la hora de trabajar en la prevención.
Por último, en un futuro, quizás se pueda actuar directamente en los circuitos neuronales de las personas más violentas para impedirles actuar.La respuesta futurista se llama optogenética. La explicación sencilla de esta técnica es que se trata de utilizar genes artificiales y moléculas sensibles a la luz para bloquear o promover ciertas conductas. Cuando las moléculas sensibles a a luz, reciben un estímulo lumínico abren (o cierran, según el gen insertado) los canales de comunicación para disparar un mensaje determinado. Gracias a la optogenética,
Dayu Lin y David Anderson del Instituto Tecnológico de California (CalTech) han logrado identificar en ratones el circuito neuronal básico del comportamiento agresivo. Los resultados, publicados en la revista Nature mostraron mucho de lo que los expertos anteriores han mencionado. Por ejemplo, la región involucrada en las conductas violentas es la misma implicada en el sexo, algo que, entre otras, hace referencia a la temeridad de los adolescentes y sus motivaciones, ya que las áreas involucradas y estudiadas en los roedores, son universales en los mamíferos. Los expertos lograron, mediante la optogenética, anular la agresividad del 25% de los ratones y moderar notablemente la del resto.
También resulta esperanzador descubrir que el amor actúa como un bloqueo para la violencia: los ratones en plena actividad sexual, eran inmunes a cualquier manipulación optogenética, lo que apoya la idea de que violencia y sexo están muy unidas y compiten por imponerse.
Probablemente falte mucho para conseguir esto y las implicaciones éticas serán enormes, pero sí sabemos que la ciencia, en diferentes disciplinas, tiene herramientas para anticipar actos violentos, detectar psicópatas y evitar que los más jóvenes sean seducidos por líderes carismáticos.

Juan Scaliter