Esa mirada concentrada, el ensimismamiento, la precisión”, dice una mujer, “el cuidado especial en la zona de la barbilla”. “El silencio, solo roto por ese sonido áspero y preciso del roce: shhh, shhh, shhh, y de la maquinilla contra el lavabo”, añaden otras dos. Así explica un grupo de neoyorquinas su fascinación por contemplar a sus parejas afeitarse. Les gusta observarles, asistir como testigos privilegiados a un ritual cotidiano e íntimo, incluso sensible. “Nos sorprendió inmensamente la carga emocional con que los hombres relatan sus experiencias”, nos decía Kristina Vanoosthuyze, científica principal del Centro de Innovación de Gillette en Reading (Reino Unido), mientras nos mostraba la sala donde los reúnen para que intercambien impresiones como parte del proceso de investigación sobre el afeitado. “Recuerdan el primero de su vida, el previo a una entrevista de trabajo, el del día de su boda. A veces atribuyen la mala o buena suerte de una jornada a pequeños percances durante el proceso… Y nunca, nunca, culpan a los instrumentos o los productos de un mal resultado. Siempre a su mal talante o su falta de pericia en el momento”.
Los soldados de EEUU debían afeitarse para usar máscaras de gas
No es algo que se prodiguen en relatar en público. Grant McKracken autor del libro Hair, destacaba cómo muchos de los americanos que consultó para documentarse, especialmente los más mayores, se negaron a responderle porque “hablar de estos temas no es cosa de hombres”. Hoy, los foros de internet, con su apariencia de privacidad, se han convertido en el terreno donde muchos dan rienda suelta a sus preferencias y sensaciones, discuten sobre el placer de ser observados por las féminas y se aconsejan mutuamente: navaja o cuchilla, tipos de brocha, hidratantes, paños calientes, movimientos… Porque ese acto tan cotidiano necesita su dosis de virtuosismo. “La cuchilla es probablemente el objeto más afilado que poseerá un hombre (no cirujano) en toda su vida. Y viene sin manual de instrucciones”, advierte Vanoosthuyze. Su aprendizaje puede contribuir a la carga emocional que sorprendía a la investigadora, ya que tradicionalmente se ha transmitido de padres a hijos, a menudo sin explicación explícita, sino por la atenta observación en incontables mañanas de la infancia que mezclaban el sabor de las tostadas con el olor a aftershave.
En manos de otros
Al menos desde que el afeitado salió de las barberías, auténticos centros sociales cuyos propietarios ejercieron durante siglos también funciones casi médicas. El espaldarazo a ese papel lo recibieron en 1162, cuando el Concilio de Tours prohibió a los clérigos realizar sangrías, la supuesta panacea médica de la época, y los barberos les sustituyeron en tal tarea. La nueva responsabilidad les ayudó a ganar consideración social en monarquías como las de Enrique VIII e Isabel I. Además de ser casi imprescindibles en la sociedad mientras el rasurado se realizó con navaja, ya que apurar impecablemente todos los rincones del propio rostro con ese instrumento resulta mucho más complejo.
Su importancia comenzó a decaer tras la Primera Guerra Mundial, cuando el gobierno de EEUU adquirió 3,5 millones de las maquinillas y 36 millones de hojas para que sus soldados se colocaran sin impedimentos las máscaras de gas. La imagen del militar bien afeitado se convirtió en modélica, y los baños de todos los hogares hicieron hueco para las maquinillas de uso diario. Pero, ¿por qué ese empeño en desterrar un atributo que la evolución ha conservado? Especialmente cuando hasta el método más suave puede causar heridas o irritación.
En manos de otros
El impulso rapador debió de surgir bastante pronto en nuestra historia, ya que se han encontrado restos de “navajas” rudimentarias fabricadas con obsidiana en la Edad de Piedra, hace 2,5 millones de años. Algunas teorías, como las de los británicos Mark Pagel y Walter Bodmer, relacionan la presencia de vello con una mayor probabilidad de atraer parásitos, lo que hace comprensible el deseo de librase de él por pura ansia higiénica. Este argumento contra la barba se ha esgrimido también en nuestros días. En 2001, un tribunal de Reino Unido confirmó el derecho de la cadena de supermercados Waitrose a exigir un rasurado absoluto a los trabajadores de sus secciones de alimentación. Sin embargo, muy pronto la presencia (o ausencia) de vello facial adquirió otras connotaciones.
La barba potencia el gesto de adelantar el mentón al enfadarnos
Cuando los seres humanos empezaron a llevar ropa, la barba se convertiría en el señuelo a primera vista de un hombre sexualmente maduro. Tal indicio debió de grabarse a fuego en la mente femenina, porque un estudio de Barnaby Dixon, de la Universidad de Nueva Gales del Sur (Australia), publicado este abril llegó a la conclusión de que las mujeres seguimos considerando a los hombres con vello de cinco días los más atractivos del mundo, y como padres de nuestra prole preferimos a los de barba aún más poblada. La historiadora Wendy Cooper recoge en su libro, también llamado Hair, que el pelo del rostro masculino crece más deprisa cuando un hombre es sexualmente activo, y asegura que desde muy pronto en nuestra evolución empezamos a identificar el vello masculino con la virilidad, la fuerza y el poder.
Símbolo de sabiduría
Cargada con ese peso simbólico y su importancia higiénica, la barba (y por tanto, el afeitado) ha ido experimentando un vaivén de épocas y culturas. Allan Peterkin, especialista en pogonología (estudio de la barba) y autor de los libros Mil bigotes y El caballero barbado, nos cuenta que “a lo largo de la historia, la longitud del vello facial se ha determinado de forma cíclica, a veces como símbolo de sabiduría y divinidad (Jesús, Moisés, los dioses griegos) y a veces asociado a lo satánico, la locura o el terrorismo”. Las normativas pueden satisfacer toda clase de gustos.
Mientras el Levítico prohíbe a los sacerdotes rasurar los extremos de su rostro, el duque de Ahumada, fundador de la Guardia Civil, establecía en sus primeros reglamentos que “tanto los señores jefes y oficiales como las clases de tropa que tienen a sus órdenes usen el bigote en todo el largo del labio”. Los rituales de ajusticiamiento, las ceremonias de iniciación a la vida monástica e incluso la tradición popular para las bodas han incluido a menudo un afeitado previo.
En el mundo moderno, un rostro de piel reluciente parece ser la norma para el éxito laboral y político. Tras la evidente derrota de Richard Nixon en el debate televisado contra Kennedy en 1960 corrieron ríos de tinta culpando de producir una mala imagen al tenue sombreado en el rostro del candidato republicano, y los asesores de imagen de Frank Dobson le pidieron que dijera adiós a su barba si deseaba alcanzar la alcaldía de Londres. Tras esa muestra de intransigencia podría esconderse, sin embargo, un deseo de honestidad y buen talante. Según el zoólogo Desmond Morris, además de hacerte parecer más amable y joven, el afeitado “facilita la lectura de tus expresiones”. Pero la barba potencia el gesto de adelantar el mentón cuando nos enfadamos: subraya la agresividad. Quizá poco consciente de esas implicaciones, Dobson se negó y perdió. Como consuelo obtuvo una mención honorífica por parte del Frente de Liberación de la Barba (BLF), un movimiento contra la discriminación de quienes exhiben sus rostro en estado más o menos puro y que ya ha acuñado los término “barbismo” y «pogonofobia».
También en la esfera reivindicativa se enmarcan las acciones Movember, que invitan a los hombres de todo el mundo a dejarse bigote durante el mes de noviembre para llamar la atención sobre enfermedades masculinas, como el cáncer de próstata. Como colofón a la campaña celebran fiestas de afeitado colectivo, en las que las mujeres también pueden colaborar (y mirar, claro).
Probablemente más fascinadas de lo que sospechan. El escritor Marcel Proust reflejó lo irresistible e inconsciente de la atracción femenina por el rostro afeitado cuando narraba en La Cautiva que Albertina “juraba, en sincero arrebato, que prefería morir a dejarme: esto ocurría los días en que me había afeitado antes de llamarla”. Según el autor, ese amor podía desvanecerse con los primeros signos de un incipiente vello.