Cómo tomar las 12 uvas científicamente (y sin atragantarse)

Cómo tomar las 12 uvas científicamente (y sin atragantarse)

Ya estamos contando las últimas horas para decir adiós a 2018 y entrar en 2019 con buen pie. Y desde Quo, no queremos que las uvas sean un problema y que os «atragante» la noche.

Así que prestad atención a cómo actuar si pasáis por un mal momento y cuál es el recorrido que hacen las uvas en vuestro cuerpo desde que entran por la boca.

En caso de atasco

Si entre el lío del carillón y las prisas alguna uva se rebela, la maniobra de Heimlich te ayudará a solucionar el problema (y el susto).
1.- Si ves que a un adulto se le ha quedado atascado un alimento, sitúate detrás de él y eleva sus brazos.
2.- Pon tu mano cerrada como un puño sobre su estómago y sujetala por la muñeca con la otra.
3.- Presiona con fuerza con tus dos manos sobre su estómago como si quisieras elevarlo.
4.- Afloja un momento y vuelve a presionar repetidamente, hasta que expulse el objeto atascado.

Boca

En este portal, las uvas se someten a la primera ducha química
El sistema digestivo comienza en la boca. Y en condiciones normales, también el proceso digestivo. Tanto el mecánico como la químico. El mecánico corre a cargo de los dientes, que cortan, trocean y trituran la comida; la saliva, que se encarga de lubricar el bolo alimenticio en proceso de formación, y la lengua, que contribuye a mezclarlos. Mientras, la digestión química es protagonizada por una enzima presente en la saliva: la amilasa, que ataca los glúcidos y los transforma en maltosa. Otra enzima, la lisozima, desempeña una acción desinfectante al atacar a muchas de las bacterias presentes en los alimentos.

El primer paso: cuestión de fe
Esto, claro está, es lo que sucede en condiciones normales, porque, a la hora de tomar las doce uvas de fin de año, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. En este caso, o eres un ser privilegiado con unas mandíbulas dignas de Flash, o no tendrás más remedio que prescindir casi por completo de la “digestión bucal” y recurrir a un plan alternativo basado en la confianza ciega; fiarlo todo a: A) tamaño de tus tragaderas, y B) a la resistencia de tu estómago, al que, hoy sí, más le vale ser a prueba de bombas.

Mejor cuanto más pequeñas
Afortunadamente, la tradición está de tu parte al haber elegido precisamente estos pequeños frutos: la forma esférica de las uvas y su textura hacen más fácil el trago –nunca mejor dicho–; sobre todo porque, como sabemos que eres bastante espabilado, te habrás tomado la molestia de seleccionar unos ejemplares de pequeño tamaño. Además, saltarse esta parte de la digestión química es prácticamente anecdótico en el caso de las uvas, ya que, debido a su composición (80% agua y 15% azúcares simples: glucosa y fructosa), no la van a echar de menos.

Faringe

Concentración para que nada se desvíe hacia el mal camino
El siguiente paso, que casi se solapa con el primero, es el de tragar. Un complicado reto, debido a que hay que atravesar la faringe, un conducto compartido por el aparato digestivo y el respiratorio, con el riesgo que eso supone. Una vez que consideres que el bolo alimenticio tiene un tamaño adecuado para tus tragaderas –o te veas acosado por la inminencia de la siguiente campanada–, empuja con la lengua contra el velo del paladar -la parte superior de la boca–. Este asciende y evita el paso de la comida hacia la nariz; algo francamente desagradable. Pero lo difícil viene ahora: el tránsito por los dominios de la epiglotis, un pliegue cartilaginoso que impide la entrada de alimentos en la tráquea y bloquea así su paso a las vías respiratorias durante la deglución. Al menos en teoría, porque en la práctica es un mecanismo en el que entran en juego tantas partes y que requiere tanta precisión, que cualquier mínima alteración lo hace fallar. Si una porción de comida pasa a la tráquea, se produce el atragantamiento.

No te rías, que es peor
Si en el fragor de la batalla tu vecino se atraganta, procura mantenerte serio. Porque la risa, como el intentar hablar, etc., altera el mecanismo de cierre y convierte la tráquea en una tentador desvío para el alimento. Y si bien lo normal es que todo se quede en un ataque de tos con el que los pulmones liberan aire de forma violenta para expulsar al extraño, puede llegar a convertirse en algo mucho más grave. Dos medidas para evitarlo son:
-Escoge uvas pequeñas. La tráquea tiene unos 2 cm de diámetro. Así que, cuanto más nos alejemos de esa medida, menor será el riesgo.
-Aprende la maniobra de Heimlich, que hemos descrito en la página anterior.

Esófago

Unos 5 minutos se tarda en recorrer el camino directo al estómago
La única función de este conducto de aproximadamente 25 cm de largo es la de conectar la boca con el estómago. Podrías decir que, para contarte eso, casi mejor que no te cuente nada, que es algo que cae por su propio peso. Pero es todo lo contrario, porque a la hora de cubrir este trayecto, la gravedad tiene poco que decir –si no me crees, puedes probar a hacer el pino después de comer–. El alimento avanza hacia el estómago empujado por un movimiento muscular involuntario denominado peristaltismo, que continúa en el estómago y en el intestino, y que consiste en una serie de contracciones y relajaciones que empujan el bolo alimenticio hacia abajo –o hacia arriba, si te ha dado por hacerme caso–. En ocasiones, si el bolo no es de tu “talla”, puede quedar momentáneamente atorado en medio del conducto, lo que quizá llegue a producirte sensación de asfixia al presionar las vías respiratorias.

Estómago

Una auténtica cámara de tortura que hace asimilable el alimento
El estómago es un “saco” con una capacidad media de 1.300-1.500 ml, y con forma variable que depende del volumen de su contenido, la postura, etc. Cuando está vacío, se parece a la letra J, pero a estas alturas de la noche, con toda seguridad recuerda más un globo a punto de explotar. En él se desarrolla gran parte de la digestión: la mecánica, gracias a los vigorosos movimientos que le imprime su pared musculosa, y la química, gracias a la labor de los jugos gástricos.
Según su naturaleza, los alimentos permanecen un tiempo variable en el estómago antes de pasar al intestino delgado: los líquidos se evacuan muy rápidamente, los sólidos de naturaleza glucídica son los siguientes en pasar al duodeno, más tarde lo hacen los alimentos proteicos, y finalmente, los ricos en grasas. Así las cosas, a la salida del estómago, y con un poco de suerte, las uvas ya habrán adelantado al cordero y a los polvorones; aunque también se habrán visto rebasadas por el champán del brindis.

En papilla te convertirás
El tiempo de espera también depende del grado de actividad del estómago y del intestino delgado, y si se cumple el guión previsto –entrantes, primer plato, segundo plato, dulces y, por fin, las uvas–, ambos estarán tan desbordados que habrá que esperar algo más de las 3 horas habituales. Es el precio de la fama. No todas las uvas pueden presumir de ser “findeañeras”.
Si, por alguna extraña conjunción planetaria, una de las uvas ha sobrevivido intacta hasta aquí, ya se puede olvidar de seguir su camino en el mismo estado de “conservación”. El estómago sólo te deja escapar cuando cree que ya has sufrido bastante. Una estimación nada subjetiva: las partículas de mayor tamaño permitido por la puerta de salida quedan retenidas para un nuevo “centrifugado”. El caso es que acabes hecho papilla.

Intestino delgado

El laberinto que absorbe toda la materia aprovechable
Qué le dice un trozo de comida a otro al llegar al intestino delgado? ¡Cuidado con el jugo pancreáticooooooooghhhh! Esta secreción, liberada por el páncreas, es la encargada, mano a mano con los jugos intestinales, de completar la digestión química de glúcidos, proteínas y grasas, aunque para estas últimas cuentan con la inestimable colaboración de los ácidos biliares, que las emulsionan y facilitan el ataque de los citados jugos. Los alimentos, una vez divididos en sus componentes más sencillos, son absorbidos y pasan al torrente sanguíneo. Los azúcares simples –como los de las uvas– son los primeros en ser asimilados; de ahí la merecida fama de los hidratos de carbono como fuente energética inmediata.
Y es en este tortuoso tubo de unos 7 metros de longitud donde la mezcla de agua, azúcares simples, aminoácidos y vitaminas antes conocida como uvas llega al término de su recorrido. Bueno, no toda: una pequeña porción, la que el cuerpo no puede aprovechar, tiene que continuar su peregrinaje.

Intestino grueso

Un dispositivo de tratamiento y expulsión del material residual
Todo lo que no ha sido absorbido en el intestino delgado se convierte en material de desecho que es procesado por el intestino grueso. Y aquí es donde pagamos las consecuencias de la “noche de autos”: el no masticar las uvas, el comerlas a toda velocidad y el posterior brindis con cava son factores que contribuyen a la acumulación excesiva de gas en el aparato digestivo. Además, la fructosa no asimilada por el intestino genera abundante gas al ser fermentada por las bacterias del tracto intestinal, y otro tanto sucede con la fibra de la piel y de las semillas –¿por qué no las pelaría y las despepitaría?–. Para colmo de males, con semejante atracón el aparato digestivo se ve desbordado, su rendimiento a la hora de asimilar alimentos disminuye y produce mayor cantidad de material de deshecho, lo que anima a las mencionadas bacterias y explica el origen de este hedor.

Que el ritmo no pare, no pare…
Pero la producción de gas es sólo una consecuencia de la función del intestino grueso, cuya misión consiste en recibir, espesar y expulsar el material de deshecho. Para hacerlo, tiene que absorber gran parte del agua con que llega desde el intestino delgado. Este conducto tiene dos tipos de movimiento: uno, “perpetuo”, muy suave, y otro más enérgico, denominado segmentación, que facilita la mezcla y el avance, y que sucede 3-4 veces al día; generalmente, tras cada comida. Es más intenso y prolongado cuanto mayor sea la ingesta, y el responsable de que habitualmente haya que ir a “pactar” a la hora de la sobremesa. El tránsito por el intestino grueso tarda entre 12 y 18 horas, aunque factores como el estrés, los nervios y la emotividad pueden acelerarlo. Y creedme: comerse las uvas con las campanadas resulta muy emotivo. Así que, si me disculpáis…

Redacción QUO

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Cómo tomar las 12 uvas científicamente (y sin atragantarse)

Cómo tomar las 12 uvas científicamente (y sin atragantarse)

Ya estamos contando las últimas horas para decir adiós a 2018 y entrar en 2019 con buen pie. Y desde Quo, no queremos que las uvas sean un problema y que os «atragante» la noche.

Así que prestad atención a cómo actuar si pasáis por un mal momento y cuál es el recorrido que hacen las uvas en vuestro cuerpo desde que entran por la boca.

En caso de atasco

Si entre el lío del carillón y las prisas alguna uva se rebela, la maniobra de Heimlich te ayudará a solucionar el problema (y el susto).
1.- Si ves que a un adulto se le ha quedado atascado un alimento, sitúate detrás de él y eleva sus brazos.
2.- Pon tu mano cerrada como un puño sobre su estómago y sujetala por la muñeca con la otra.
3.- Presiona con fuerza con tus dos manos sobre su estómago como si quisieras elevarlo.
4.- Afloja un momento y vuelve a presionar repetidamente, hasta que expulse el objeto atascado.

Boca

En este portal, las uvas se someten a la primera ducha química
El sistema digestivo comienza en la boca. Y en condiciones normales, también el proceso digestivo. Tanto el mecánico como la químico. El mecánico corre a cargo de los dientes, que cortan, trocean y trituran la comida; la saliva, que se encarga de lubricar el bolo alimenticio en proceso de formación, y la lengua, que contribuye a mezclarlos. Mientras, la digestión química es protagonizada por una enzima presente en la saliva: la amilasa, que ataca los glúcidos y los transforma en maltosa. Otra enzima, la lisozima, desempeña una acción desinfectante al atacar a muchas de las bacterias presentes en los alimentos.

El primer paso: cuestión de fe
Esto, claro está, es lo que sucede en condiciones normales, porque, a la hora de tomar las doce uvas de fin de año, cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. En este caso, o eres un ser privilegiado con unas mandíbulas dignas de Flash, o no tendrás más remedio que prescindir casi por completo de la “digestión bucal” y recurrir a un plan alternativo basado en la confianza ciega; fiarlo todo a: A) tamaño de tus tragaderas, y B) a la resistencia de tu estómago, al que, hoy sí, más le vale ser a prueba de bombas.

Mejor cuanto más pequeñas
Afortunadamente, la tradición está de tu parte al haber elegido precisamente estos pequeños frutos: la forma esférica de las uvas y su textura hacen más fácil el trago –nunca mejor dicho–; sobre todo porque, como sabemos que eres bastante espabilado, te habrás tomado la molestia de seleccionar unos ejemplares de pequeño tamaño. Además, saltarse esta parte de la digestión química es prácticamente anecdótico en el caso de las uvas, ya que, debido a su composición (80% agua y 15% azúcares simples: glucosa y fructosa), no la van a echar de menos.

Faringe

Concentración para que nada se desvíe hacia el mal camino
El siguiente paso, que casi se solapa con el primero, es el de tragar. Un complicado reto, debido a que hay que atravesar la faringe, un conducto compartido por el aparato digestivo y el respiratorio, con el riesgo que eso supone. Una vez que consideres que el bolo alimenticio tiene un tamaño adecuado para tus tragaderas –o te veas acosado por la inminencia de la siguiente campanada–, empuja con la lengua contra el velo del paladar -la parte superior de la boca–. Este asciende y evita el paso de la comida hacia la nariz; algo francamente desagradable. Pero lo difícil viene ahora: el tránsito por los dominios de la epiglotis, un pliegue cartilaginoso que impide la entrada de alimentos en la tráquea y bloquea así su paso a las vías respiratorias durante la deglución. Al menos en teoría, porque en la práctica es un mecanismo en el que entran en juego tantas partes y que requiere tanta precisión, que cualquier mínima alteración lo hace fallar. Si una porción de comida pasa a la tráquea, se produce el atragantamiento.

No te rías, que es peor
Si en el fragor de la batalla tu vecino se atraganta, procura mantenerte serio. Porque la risa, como el intentar hablar, etc., altera el mecanismo de cierre y convierte la tráquea en una tentador desvío para el alimento. Y si bien lo normal es que todo se quede en un ataque de tos con el que los pulmones liberan aire de forma violenta para expulsar al extraño, puede llegar a convertirse en algo mucho más grave. Dos medidas para evitarlo son:
-Escoge uvas pequeñas. La tráquea tiene unos 2 cm de diámetro. Así que, cuanto más nos alejemos de esa medida, menor será el riesgo.
-Aprende la maniobra de Heimlich, que hemos descrito en la página anterior.

Esófago

Unos 5 minutos se tarda en recorrer el camino directo al estómago
La única función de este conducto de aproximadamente 25 cm de largo es la de conectar la boca con el estómago. Podrías decir que, para contarte eso, casi mejor que no te cuente nada, que es algo que cae por su propio peso. Pero es todo lo contrario, porque a la hora de cubrir este trayecto, la gravedad tiene poco que decir –si no me crees, puedes probar a hacer el pino después de comer–. El alimento avanza hacia el estómago empujado por un movimiento muscular involuntario denominado peristaltismo, que continúa en el estómago y en el intestino, y que consiste en una serie de contracciones y relajaciones que empujan el bolo alimenticio hacia abajo –o hacia arriba, si te ha dado por hacerme caso–. En ocasiones, si el bolo no es de tu “talla”, puede quedar momentáneamente atorado en medio del conducto, lo que quizá llegue a producirte sensación de asfixia al presionar las vías respiratorias.

Estómago

Una auténtica cámara de tortura que hace asimilable el alimento
El estómago es un “saco” con una capacidad media de 1.300-1.500 ml, y con forma variable que depende del volumen de su contenido, la postura, etc. Cuando está vacío, se parece a la letra J, pero a estas alturas de la noche, con toda seguridad recuerda más un globo a punto de explotar. En él se desarrolla gran parte de la digestión: la mecánica, gracias a los vigorosos movimientos que le imprime su pared musculosa, y la química, gracias a la labor de los jugos gástricos.
Según su naturaleza, los alimentos permanecen un tiempo variable en el estómago antes de pasar al intestino delgado: los líquidos se evacuan muy rápidamente, los sólidos de naturaleza glucídica son los siguientes en pasar al duodeno, más tarde lo hacen los alimentos proteicos, y finalmente, los ricos en grasas. Así las cosas, a la salida del estómago, y con un poco de suerte, las uvas ya habrán adelantado al cordero y a los polvorones; aunque también se habrán visto rebasadas por el champán del brindis.

En papilla te convertirás
El tiempo de espera también depende del grado de actividad del estómago y del intestino delgado, y si se cumple el guión previsto –entrantes, primer plato, segundo plato, dulces y, por fin, las uvas–, ambos estarán tan desbordados que habrá que esperar algo más de las 3 horas habituales. Es el precio de la fama. No todas las uvas pueden presumir de ser “findeañeras”.
Si, por alguna extraña conjunción planetaria, una de las uvas ha sobrevivido intacta hasta aquí, ya se puede olvidar de seguir su camino en el mismo estado de “conservación”. El estómago sólo te deja escapar cuando cree que ya has sufrido bastante. Una estimación nada subjetiva: las partículas de mayor tamaño permitido por la puerta de salida quedan retenidas para un nuevo “centrifugado”. El caso es que acabes hecho papilla.

Intestino delgado

El laberinto que absorbe toda la materia aprovechable
Qué le dice un trozo de comida a otro al llegar al intestino delgado? ¡Cuidado con el jugo pancreáticooooooooghhhh! Esta secreción, liberada por el páncreas, es la encargada, mano a mano con los jugos intestinales, de completar la digestión química de glúcidos, proteínas y grasas, aunque para estas últimas cuentan con la inestimable colaboración de los ácidos biliares, que las emulsionan y facilitan el ataque de los citados jugos. Los alimentos, una vez divididos en sus componentes más sencillos, son absorbidos y pasan al torrente sanguíneo. Los azúcares simples –como los de las uvas– son los primeros en ser asimilados; de ahí la merecida fama de los hidratos de carbono como fuente energética inmediata.
Y es en este tortuoso tubo de unos 7 metros de longitud donde la mezcla de agua, azúcares simples, aminoácidos y vitaminas antes conocida como uvas llega al término de su recorrido. Bueno, no toda: una pequeña porción, la que el cuerpo no puede aprovechar, tiene que continuar su peregrinaje.

Intestino grueso

Un dispositivo de tratamiento y expulsión del material residual
Todo lo que no ha sido absorbido en el intestino delgado se convierte en material de desecho que es procesado por el intestino grueso. Y aquí es donde pagamos las consecuencias de la “noche de autos”: el no masticar las uvas, el comerlas a toda velocidad y el posterior brindis con cava son factores que contribuyen a la acumulación excesiva de gas en el aparato digestivo. Además, la fructosa no asimilada por el intestino genera abundante gas al ser fermentada por las bacterias del tracto intestinal, y otro tanto sucede con la fibra de la piel y de las semillas –¿por qué no las pelaría y las despepitaría?–. Para colmo de males, con semejante atracón el aparato digestivo se ve desbordado, su rendimiento a la hora de asimilar alimentos disminuye y produce mayor cantidad de material de deshecho, lo que anima a las mencionadas bacterias y explica el origen de este hedor.

Que el ritmo no pare, no pare…
Pero la producción de gas es sólo una consecuencia de la función del intestino grueso, cuya misión consiste en recibir, espesar y expulsar el material de deshecho. Para hacerlo, tiene que absorber gran parte del agua con que llega desde el intestino delgado. Este conducto tiene dos tipos de movimiento: uno, “perpetuo”, muy suave, y otro más enérgico, denominado segmentación, que facilita la mezcla y el avance, y que sucede 3-4 veces al día; generalmente, tras cada comida. Es más intenso y prolongado cuanto mayor sea la ingesta, y el responsable de que habitualmente haya que ir a “pactar” a la hora de la sobremesa. El tránsito por el intestino grueso tarda entre 12 y 18 horas, aunque factores como el estrés, los nervios y la emotividad pueden acelerarlo. Y creedme: comerse las uvas con las campanadas resulta muy emotivo. Así que, si me disculpáis…

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