Entonces, los océanos comenzaban a adquirir su forma presente, y lo que vosotros llamáis continentes eran “islas” desperdigadas. Fue este aislamiento lo que favoreció la semilla de la biodiversidad actual. Pero todo lo bueno termina, y al Cretácico le llegó su hora cuando cayó un meteorito que fulminó al 50% de las especies. Entre ellas, las de mi familia: los saurópodos, los animales más grandes que pisaron la Tierra.

Desde entonces, viví un sueño tranquilo entre el limbo y los sedimentos gestados por el tiempo, ignorante del progreso que avanzaba encima de mí y que me alcanzaría inevitablemente. Y así sucedió. El 25 de junio de 2007, una arqueóloga que acompañaba a las obras del AVE para determinar si se producía un hallazgo, detuvo las excavadoras y paralizó durante meses las tareas.

Había encontrado unos huesos enormes y necesitaba asesoramiento. Y fue entonces cuando consultó a mi descubridor, Francisco Ortega, codirector de la excavación de Lo Hueco, donde me hallaron. Aunque no me encontraron solo. Y tampoco mal acompañado. “En nuestro mapa geológico”, comenta Ortega, “toda la zona aparecía como parte de la era Terciaria, con lo cual esperábamos mamíferos. Pero Resultaron todos dinosaurios”. En total éramos 8.000 huesos desperdigados; pero más que cantidad, aportamos calidad.

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Redacción QUO