En 1907, Mack Sennet, el padre de la comedia cinematográfica, contrató a un grupo de boxeadores y saltimbanquis ambulantes llamados Bartenders, que recorrían los Estados Unidos actuando en las ferias. A las órdenes de Sennett, se convirtieron en una pandilla de aventureros que recibieron golpes, saltaron desde caballos al galope, fueron arrollados por coches en marcha y se arrojaron al vacío desde lo alto de edificios de varios pisos. El público disfrutaba con las hazañas de estos buscavidas, sin saber que con ellos había nacido una nueva estirpe cinematográfica… los especialistas.
Sin quitarse los tacones
Una forma física excepcional y unas agallas de acero son requisitos imprescindibles para ser doble de escenas de acción, una profesión en la que no hay lugar para los remilgos. Y cualquier cosa menos remilgados fueron los llamados “gitanos del aire”. Se trataba de los veteranos de la Escuadrilla Lafayette, los pilotos americanos que en 1915 se enrolaron en la aviación francesa para luchar contra el káiser. El fin de la guerra, y el paro, les obligó a buscarse la vida haciendo arriesgadas acrobacias con sus aviones.
El cine se fijó en ellos y rodaron varias películas. En 1928 recibieron un premio conjunto por sus temerarias escenas aéreas en Alas, la primera película de la historia que ganó un Oscar. Lo triste es que más de la mitad de ellos habían muerto realizando su trabajo. Entre las víctimas se encontraba Helen Gibson, la única mujer de este grupo, que se exhibía sobre las alas de un avión con zapatos de tacón mientras el viento levantaba su falda. Desgraciadamente, una vibración fatal la hizo caer al vacío.
Por treinta mil dólares
Entre las escenas más arriesgadas de la historia, los profesionales destacan tres. La primera, en Aeropuerto 75 (véase la foto sobre estas líneas), y la segunda en La aventura del Poseidón (1972). Se trataba de caer de espaldas al vacío desde más de veinte metros de altura y atravesar una claraboya. El riesgo de romperse el espinazo era grande, y nadie estaba dispuesto a arriesgarse tanto.
Por eso, el productor puso un anuncio en el que buscaba voluntarios que se atrevieran a hacerlo por 30.000 dólares. Solo se presentó un chaval, llamado Bill Hickman, que trabajaba en una gasolinera. Saltó al vacío, rompió la claraboya y se partió varios huesos, pero aún pudo caminar.
La tercera hazaña la realizó Doug Prince en el rodaje de El hombre que pudo reinar (1976). Doblaba a Sean Connery en una escena en la que caía por un desfiladero y se estrellaba contra unas rocas. Prince se arrojó de cabeza en un salto perfectamente milimetrado para caer sobre unos sacos llenos de algodón que amortiguaron el golpe. Si hubiera fallado unos centímetros, su cabeza se habría destrozado contra las rocas. ¿Épico? Sin duda, pero no tratéis de imitarles. Ellos son profesionales.
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