¿Cuándo comienza un niño a mostrar la grandeza que tendrá de adulto? Winston Churchill aseguraba que “el precio de la grandeza es la responsabilidad”. Y Neil Armstrong la tenía desde pequeño. Muy pequeño. A los seis años se montó, con su padre, por primera vez en un avión, un Ford trimotor apodado Tin Goose (‘ganso de aluminio’). Allí supo que quería ser piloto de aviones. Armstrong se puso a ello. Para pagarse las horas de vuelo e instrucción comenzó cortando el césped del cementerio local. Luego obtuvo un puesto en una panadería, donde ayudaba a realizar 110 docenas diarias de pasteles y limpiaba el enorme cazo donde se mezclaba la harina. “Probablemente me dieron ese trabajo porque era lo suficientemente pequeño como para entrar en el cazo”, le confesó a James R. Hansen, en el libro First Man: The Life of Neil A. Armstrong. Tenía diez años y le pagaban un dólar por hora y cada hora de vuelo le costaba siete. A los 16 años reunió el dinero suficiente y obtuvo su licencia de piloto. Antes aún de saber conducir.
Su compromiso con el trabajo (la disciplina de la que hablaba Churchill) para pagarse los vuelos era enorme. A los 15 años, cuando era boyscout (de los 12 hombres que pisaron la Luna, 11 lo habían sido) llevó a cabo una caminata de casi 20 kilómetros, mitad corriendo, mitad caminando, para llegar a tiempo a su trabajo, que empezaba a las cuatro de la tarde. Sus compañeros llegaron por la noche. Pero trabajar no era su única actividad, junto a los estudios: entre los 10 y los 14 años, Armstrong también tocó el fliscorno barítono, un instrumento que pesa casi 10 kilos.
“Leer sobre él me hizo querer ir al espacio”
Mucho antes de que Armstrong la pisara, la Luna llegó a él. Ocurrió cuando tenía 16 años, en 1946, y visitó a Jacob Zint, el astrónomo de su pueblo (Wapakoneta, Ohio), que había construido un observatorio con un telescopio de casi 20 cm de lente. Fue la primera vez que la vio en detalle, pero no hubo romance. “Todas mis aspiraciones en aquellos tiempos estaban relacionadas con los aviones”, aseguraba Armstrong a Hansen. “Cualquier sueño de vuelos espaciales hubiera sido irreal”. Ya entonces, este ‘primer hombre’, un adolescente en realidad, hacía vuelos en solitario de 450 kilómetros, más o menos la distancia que separa Madrid y Granada.
Álvaro Soler Salinas tenía más o menos la misma edad cuando decidió su camino. “Yo también soy ingeniero, como él. Ya decir eso es mucho”, nos explica este español que trabaja diseñando dispositivos para la misión Exo Mars de la Agencia Espacial Europea (ESA). “Leer un libro sobre las misiones Apollo cambió mi vida: fue un antes y un después, fue lo que me motivó para seguir una carrera de ingeniería. Hasta los 14 años sabía que me gustaba el espacio, pero nunca me había visto trabajando en ello. Leer sobre Armstrong me hizo querer ir al espacio, aunque sea a través de algo que pudiera crear o diseñar”.
A Carlos Pérez le sucedió algo similar. Él fue el único español seleccionado por la NASA para ver el final de la misión Cassini-Saturno. Este biólogo, apasionado por la ingeniería espacial y divulgador científico, nos explica que “mi madre contaba siempre en casa que yo vi una noche de agosto con mi abuelo la retransmisión de cómo el hombre llegó a la Luna. Armstrong abrió las puertas a una generación que descubrió que no había que ser ingeniero para ser de la NASA, ni tampoco había que ser militar. Cuando vino a la Campus Party en Valencia coincidí un poco con él, pero yo era un mico. Aún así ya era mi ídolo. Para mí fue como conocer a un Messi o un Ronaldo, pero diferente, porque él de vedad hizo historia”.
Pero para que llegara ese momento aún faltaba un tiempo y Armstrong aceptó una beca de las Fuerzas Aéreas para estudiar ingeniería en Purdue. Allí no solo destacó por su disciplina, sino también en música: fue director y autor de dos musicales de la fraternidad Phi Delta. El primero inspirado en Blancanieves y los sietes enanitos (1953) y el segundo llamado La tierra de Egelloc. ¡Ah! Y ya era capaz, desde los 20 años, de aterrizar en portaaviones.
Al terminar la carrera, se convirtió en piloto de pruebas. Podía pilotar más de 200 tipos de aviones, entre ellos el avión cohete X-15, en el que alcanzó los 6.000 km/h y rozó los 70 km de altura.
Sus constantes vitales vigiladas
Debido a que su beca había sido financiada por militares, fue enviado a la guerra de Corea a mediados de 1950. Allí estuvo apenas un año: cayó derribado y regresó a EEUU. Fue cuando comenzó su andadura espacial. Armstrong era piloto de pruebas de la NACA (el Comité Nacional de Aeronáutica) que en 1958 fue absorbido por la NASA, de modo que a él jamás lo entrevistaron para ser astronauta. De hecho, siempre se reconoció como ingeniero: en una entrevista realizada en el Johnson Space Center, en 2001, aseguró que “cuánto tiempo más seré reconocido como astronauta cuando en verdad soy ingeniero”.
Armstrong fue el único civil de la tripulación del Apollo XI. Y el único en muchos otros sentidos, según José Manuel Grandela, exingeniero controlador de naves espaciales (INTA-NASA). Cuando apenas tenía 23 años, Grandela aceptó un puesto de trabajo en una de las tres estaciones que estarían conectadas a la misión Apollo XI (las otras dos estaban en California y en Australia).
“Yo me encargaba de controlar todos los datos que enviaban los astronautas del Apollo XI a Houston y, al revés”, indica Grandela en una entrevista telefónica. “Debía vigilar los datos de las constantes vitales de los astronautas, sus electroencefalogramas, electrocardiogramas, presión sanguínea… Había que estar alerta a los ordenadores, las baterías, el combustible de sus motores. Era una cantidad de datos enorme”.
De ese modo, Grandela fue testigo de uno de los momentos críticos de la llegada: el alunizaje. Armstrong y Aldrin habían pasado semanas memorizando el paisaje que debían ver a través de las ventanillas, pero al llegar el momento se dieron cuenta de que algo fallaba: el lugar no era el elegido. Y entonces llegó el mensaje: “Os quedan 60 segundos de combustible”.
A Armstrong muchos lo conocían como Iceman (‘hombre de hielo’) por su sangre fría en situaciones extremas. En su primera misión al espacio, durante el programa Gemini, formó parte del primer acoplamiento de dos naves espaciales en órbita y también del primer fallo total del sistema de una nave espacial estadounidense, lo que le obligó a tomar los controles, anular la misión y regresar prematuramente.
Pulsaciones bajo control
“Es cierto”, añade Grandela, “era muy tranquilo. Hay que recordar que la NASA había calculado el lugar ideal para descender, pero Armstrong vio que la zona de aterrizaje estaba llena de piedras y que podían dañar la nave y hasta impedir el retorno. Entonces cogió los mandos, el Apollo iba en automático, y comenzó a buscar un lugar más seguro. Entonces, Houston gritó: ‘¡Solo quedan treinta segundos!’. Si el combustible se acababa se quedarían allí. Vimos cómo la nave se acercaba a la superficie de la Luna a una velocidad tremenda, hasta que Armstrong vio un pequeño sitio y aterrizó. Fue un momento de enorme tensión y tanto en Houston, como en Madrid, que tuvimos la suerte de estar conectados en ese momento, comenzamos a gritar. Yo tenía acceso al electrocardiograma de Armstrong en aquel momento. Y sus pulsaciones nunca pasaron de 90 por minuto”.
Contrariamente a lo que se puede imaginar, en ese momento no se levantaron, abrieron la escotilla y salieron a pisar la Luna, aunque era lo que querían. Armstrong y Aldrin llevaban cuatro días de viaje, durmiendo mal y, tras la tensión del alunizaje, Houston les dijo que debían dormir.
“Pero de eso nada de nada”, explica Grandela, autor del libro Fresnedillas y los hombres de la Luna, en la que cuenta su experiencia de aquellos tiempos. “Los dos estaban que no cerraban ojo. Entonces la NASA claudicó. Solo les dijo que debían dejar todo preparado para el despegue y ponerse los trajes, algo que, con ayuda, les llevaba dos horas”.
La misión estaba planeada minuto a minuto. Por eso Armstrong, a pesar de haber sido el primero en pisar la Luna, solo aparece en cinco imágenes, y todas ellas reflejadas en el casco de Buzz Aldrin o sale apenas visible.
Al regresar los tres, Collins, Armstrong y Aldrin debieron pasar tres semanas en cuarentena. Encerrados en un pequeño módulo, el Hornet 3, los visitaban con frecuencia cuatro médicos que se habían presentado como voluntarios, ya que nadie sabía cómo podía afectarles el espacio.
Para la mayoría de los astronautas, el regreso no fue muy grato: alcoholismo, divorcios, prensa constante y viajes. Algunos se dedicaron a la política, otros se establecieron como asesores de diferentes empresas, pero Armstrong (y su bendita disciplina), no. Dos años después ya ocupaba un puesto como profesor de Ciencias Aeronáuticas de la Universidad de Cincinnati, donde enseñaría durante casi una década. Mas de una vez le tentaron para que entrara en política, pero no lo hizo.
“En 1979 participó en el programa La clave, en RTVE, por los diez años de su llegada a la Luna y le conocí personalmente”, concluye Grandela. “Le acompañé a recorrer Madrid y cuando compramos algunos recuerdos, a la hora de pagar, dijo su nombre [había que firmar los cheques de viaje]. Ya a la gente ni le llamaba la atención. ‘Estoy acostumbrado’, me dijo. A mí me dio pena, pero para él esa humildad era normal. Nunca quiso ser reconocido y hablaba muy poco”.
La fama no le interesaba. Durante años no tuvo ningún problema en firmar autógrafos, pero cuando se enteró de que los subastaban por Internet, dejó de hacerlo. Solo aceptó hacer una publicidad y fue para Chrysler, la fábrica de automóviles, que, pese a tener un gran departamento de ingeniería, atravesaba una crisis en aquellos momentos (1979). Aceptó para echarles una mano en reflotar el negocio.
The First Man
Ahora se estrena The First Man, dirigida por el ganador del Óscar Damien Chazelle (La La Land) y protagonizada también por Ryan Gosling. Narra la dureza de la preparación física y psicológica a la que tuvo que someterse. “Gracias a mi carrera he tenido la oportunidad de conocer a varios astronautas en persona, incluso Buzz Aldrin [segundo hombre en la Luna], pero desafortunadamente nunca conocí a Neil Armstrong. He oído que era bastante humilde y siempre defendió que los verdaderos héroes fueron los ingenieros de programa Apollo”. Quien afirma esto es la también ingeniera Vanesa Gómez-González, que actualmente trabaja en varios proyectos de la NASA. “Siempre me había preguntado cuándo llegaría una superproducción de Hollywood y me alegro de que por fin se haya hecho”, relata a QUO esta experta. Seguro que inspirará a una nueva generación.